viernes, 2 de septiembre de 2011

Maratonista

Maratonista.-

Recuerdo cuando era niño, en el año de 1968, estaba estudiando el quinto año de primaria.  NO recuerdo haber sabido nada de los movimientos sociales.  NO veía noticieros ni leía periódicos.  Algo que sí recuerdo es haber visto la inauguración de las Olimpiadas que en ese entonces era conocerlas, saber de su celebración periódica como asistencia de muchos atletas de muchos países del mundo para competir en carreras, natación, canotaje, ciclismo y otras más disciplinas.

En mi corta edad la inauguración me pareció fastuosa.  Cuatro hechos llamaron mi atención de ese evento:

Ø      Uno, el que la delegación soviética iba con un abanderado al frente que era Schavotinski, un atleta corpulento que competiría en levantamiento de pesas ganando la medalla de oro, aunque en ese momento nadie sabía de él. Llevaba la bandera de la entonces Unión Soviética solo con una mano y el brazo extendido hacia el frente, cuando todos los demás atletas la llevaban con las dos manos y con un soporte a la cintura que colgaba desde el hombro,
Ø      Dos, que cierto país centroafricano  que ya no recuerdo (pudo haber sido Zimbawe, Eritrea, Etiopía y alguno cercano) solo envió a DOS atletas con una apariencia que no era ni atlética como los gimnastas japoneses, ni estereotipada como los corredores norteamericanos, ni imponente como el levantador de pesas soviético, sino eran dos hombres de piel muy oscura, de mirada tenue, cabello corto y rizado, muy delgados, casi esqueléticos, nada de atuendos africanos folcloristas, un sencillo vestir deportivo que parecía haber sido comprado en la lagunilla, de caminar pausado.  Frente a todo los imponentes contingentes de EE.UU, Japón, URSS, Alemania y el numerosísimo de México, tal vez el mayor de todos, que hizo una entrada fastuosa al estadio vestidos todos de traje blanco, con música de mariachis y recibiendo aplausos miles de los asistentes y los comentarios exagerados de los locutores de TV, estos dos atletas apenas merecieron la curiosa morbosidad de que solo era DOS. ¿Qué no habría más atletas en ese país?, ¿Qué posibilidades podrían tener esos dos individuos para ganar medallas con más numerosa asistencia de otros países en disciplinas tradicionalmente favoritas por ellos?  Tampoco recuerdo la competencia en la que participaron, pero quizá fue de carrera de 10 km. o la de maratón, pero ellos entraron en primer y segundo lugar, ganando medalla de oro y plata para su país, es decir, que del cien por cien de su contingente nacional, un cien por cien ganaron medallas de los dos primeros lugares, mientras que todos esos grandes contingentes como el de México, habría que averiguar qué porcentajes ganaron medallas.  Con esa parsimoniosa sencillez con que entraron al estadio en CU no tenían mas que deparado la gloria deportiva a su país; tal vez ellos lo sabían, tal vez lo intuían, tal vez solo tenían la confianza de poner su empeño , osadía y valor de ganar, de sentirse ganadores desde un principio, que aunque no gozar de fama ni poderío deportivo como EE.UU., ni la URSS, ganaron el asombro mundial.  Recuerdo haberlos visto en esa inauguración, recuerdo haberlos visto ganar en la carrera, recuerdo cuando les entregaron las medallas y ya en los estrados del primer y segundo lugares, ahora si sonrieron con una dentadura blanco que contrastaba en toda esa piel negra que tal vez les brillaba más con el orgullo de su triunfo.
Ø      Tres, al final de las Olimpiadas, la última competencia es la sabida carrera de maratón.  A mediodía se habían formado cientos y tal vez miles de competidores de casi todos los países.  La cobertura fue sensacional. Después de iniciar la carrera no me pareció muy atractivo estar todo el tiempo al tanto de su avance durante el día.  En el estadio de CU, después de algunas horas, se esperaba a los ganadores.  Tras un enorme contingente en el arranque me sorprendió y me pareció curioso que solo un puñado llegara hasta la meta.   Eso quería decir que en todos los largos kilómetros habían desfallecido de agotamiento y solo los más osados y resistentes (que no necesariamente eran los más corpulentos) habían podido llegar al estadio aunque no en primer lugar.  El que sí lo hizo recibió las glorias y los aplausos de todo un estadio casi lleno y por si fuera poco le dio una vuelta más al estadio en forma inusual y demostrando su capacidad y agradecimiento.  La gente asistente le dio mas fuertes aplausos y los locutores de TV y radio se desgañitaban en loas y reconocimientos al sonriente ganador de la medalla de oro. 


Ø      Eso no fue todo mi recuerdo.  El más trascendente de todos fue otro.  Uno más que me llamo poderosamente la atención por lo singular, valiente y empecinado de un atleta de no sé que país que igualmente participaba en el maratón.  Fue uno con apariencia también delgada, africano de piel oscura, que en esos momentos tenía el rostro del agotamiento marcado por desgastadores kilómetros de recorrido que por lo que vi habían sido demasiados para él.  Mientras que todos los demás atletas habían abandonado la competencia por ese su agotamiento, él no se rindió ni la dejó, con todo y su tremendo cansancio siguió ya no corriendo sino casi caminando; estaba lastimado de la rodilla derecha pues a momentos cojeaba y se había puesto un trapo o venda en ella; era el último y al mismo tiempo el único competidor final de la maratón.  Al momento de escribir esto recuerdo y reproduzco su imagen por la noche en las calles de la ciudad de México caminando, corriendo, a trote lento, deteniéndose las más de las veces con la espalda doblada sujetándose las rodillas con ambas manos, mirando al piso, sudando, agotado marcadamente.   Lo iban escoltando agentes de tránsito en motocicletas, creo recordar que también una ambulancia, camionetas con cámaras de TV que cubrían su lamentable recorrido maratónico.  Ya era noche, había pasado tiempo de la entrada del primer lugar, el estadio estaba vacío, ya nadie lo recibiría, nadie lo aplaudiría, nadie le daría medallas ni reconocimientos, pero él estaba en la carrera.  Tal vez su pensamiento, su sentir estaba en que tenía que llegar, no para ganar sino para que cumpliera un deseo personal de terminar un cometido, una meta que requeriría de todo su último ánimo, que aún no contando con recursos de fortaleza física debía hacerlo.  Tal vez sentía que se moría, que dar un paso y después otro era una tarea de titanes, que simplemente ya no tenía fuerza alguna para los siguientes ya no kilómetros sino metros de carrera.  Sabía muy bien que ya no ganaría medallas, pero no dejo un instante de hacer ese esfuerzo que rebasaba con mucho su humanidad.  Quizá todo mundo que lo veía caminar en ese lamentable estado pensaba: ¿Por qué no deja la carrera?, ¿Por qué no se va ya a descansar si sabe que ya no va a ganar? ¿Qué CASO tenía ya el continuar en algo ya perdido? Lo más razonable, lógico y sensato era dejar de correr, que aceptara la ayuda paramédica y se conformara con saber que hizo el mejor y todo el esfuerzo pero que él no era para poder con una carrera que fue mas grande que su capacidad verdadera…  NO lo hizo, no dejaba de avanzar, en forma tal vez patética, pero no lo dejaba de hacer.  Cuando ya había pasado mucho tiempo y que todos creían que desertaría, fue llamando más la atención del inusual caso del competidor "negrito" de algún país perdido del África que parecía mas bien terco de no dejar algo ya que era perdido y sin caso aparente.  Por fin, se acercaba más al estadio olímpico, siempre con las motocicletas y ambulancia detrás.  Recuerdo que ya era noche, que no había nadie haciéndole valla, nadie tampoco en las gradas, solo entro caminando lentamente a un estadio que horas antes estaba engalanado de aplausos y vítores a los ganadores, lleno de serpentinas y fotografías para la posteridad de las glorias deportivas ganadas; él solo entro acompañado de su agotamiento y la mirada de morbosos deportivos que le veían lastimeramente quizá, con curiosidad más que con reconocimiento y sin ningún aplauso.  Las cámaras de TV lo enfocaron en los metros finales de su calvario deportivo.  Llego a la meta con el rostro perdido y ya sin semblante.  Al pisar la línea final las imágenes se acabaron. 

En mi infancia, ese hecho me llamó inusitadamente la atención.  No sabía porque, no sabía razonarlo ni explicarme el porque ese hombre no había abandonado la carrera, pero fijamente le miraba en la pantalla sin parpadear, solo observando su gesto, su sudor que le caía, sus pausas continuas y si inquebrantable deseo de llegar a la meta sin esperar nada más que posiblemente la satisfacción personal y única de terminar.  Era yo un niño, pero las imágenes de ese día no las olvido.  Y no solo las imágenes, sino la lección de vida que un hombre entregado y empecinado en su meta , que pese a todas las circunstancias y situaciones adversas, que parecían indicarle lo contrario, decidió no hacer caso y solo mirar el momento de cruzar la meta final.  Quizá no le importaba su dolor en la rodilla ni el agotamiento, paso sobre eso y caminaba, solo caminaba acompañado de su dolor y de su entusiasmo por llegar.  Bien puede mirarse el horizonte de cruzar la meta en todo el recorrido aunque en momentos, muchos momentos parezca agotador.  Una lección de vida que en esos momentos y años siguientes no comprendí, pero que ahora pienso que muchas personas que nos fijamos y forjamos metas, pese a las adversidades, debíamos terminar con el mismo entusiasmo con el que las iniciamos.

Francisco Mundo
Cuernavaca Morelos
1998

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